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Editoriales
Apaga Enciende
Editorial publicado en la Revista Telemundo el 08 de diciembre 2015
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Por José Antonio Fernández Fernández


  Cuando el partido de tenis estaba en su punto más álgido, el jugador volteó a ver la tribuna en donde estaba sentado su entrenador: recibió solo una seña. El técnico se llevó el dedo índice a la sien y la tocó dos ó tres veces, una tras de la otra haciendo un buen gesto, esbozando apenas un inicio de sonrisa similar a la que tiene eternamente la Mona Lisa. El mensaje lo comprendió el atleta que tenía problemas para vencer a su rival. El entrenador le dijo con esa sutil seña que no se distrajera, que no pensara en otra cosa que no fuera el partido que en ese momento estaba disputando. Que en ese instante no debía existir para él nada más que la cancha, el otro y su juego. Que debía atender a una estrategia para no salir derrotado. Que si subía su nivel de concentración al máximo estaría en posibilidades de entender el juego del rival, su condición física mejoraría de golpe, dejaría de escuchar tan cerca los gritos del público, viviría un momento de abstracción en el que su vista tendría una mejoría notable. La sensibilidad de sus oídos sería mucho mayor, tanto que registrarían en una cercanía casi íntima los golpe de la pelota con las raquetas, con la raqueta del rival y su propia raqueta. Esa seña con golpecitos del dedo índice en la sien del entrenador, significaba concentración. Eso era. Y sabía que al concentrarse la tensión bajaría, no habría elementos externos de distracción y podría empezar a disfrutar el juego porque estaría en el partido en todo momento, cada milésima de segundo, cada palpitar del corazón sería la respuesta a la jugada perdida o al acierto.

  A unos cuantos minutos de que la candidata a la Presidencia iniciara su gran discurso, una buena parte de los asistentes al gran estadio deciden salir en fila india para subir a los autobuses que les llevaron hasta ahí justo para escuchar el discurso de la candidata y después aplaudirle. La salida se marca antes de tiempo, quien los llevó se los lleva. Envía una señal a la candidata, el apoyo del partido no existe más. No hay mañana para su campaña, hasta ahí llegó. La candidata no comprendió en su momento la seña: si seguía haciendo una campaña fuerte podría triunfar o sumar suficientes votos para que un candidato que no era el oficial ganara la elección. Mucho riesgo. La seña esa tarde fue: bájale a la campaña, aléjate de los escenarios, de los micrófonos, de la prensa. Te toca ir a los vestidores, ya no juegues a ganar porque solo conseguirás que gane quien no queremos que gane.

  En la sala de juntas el jefe se toca la solapa de forma insistente. Antes de entrar a la reunión le había dicho a sus dos colaboradores que cuando se tocara la solapa debían terminar su intervención de golpe. La seña indicaba que quien hablaba estaba diciendo tonterías, dichos y palabras sin sentido mayor, lo conveniente era callar de súbito. Los colaboradores conocían la seña del jefe: en cuanto lo vieron tocarse la solapa con la mano en un par de ocasiones, fueron obedientes y entraron a la posición “silencio, solo mira”. A los pocos minutos el jefe inició su intervención, antes de que transcurrieran dos minutos uno de sus colaboradores se tocó la solapa. El jefe se destanteó, le ordenaban callar. Entonces el segundo colaborador también se tocó la solapa, también le ordenó callar. Rabioso por dentro por haber inventado la seña, el rostro del jefe desapareció. Imposible le fue continuar.

  No hay lenguaje más feroz que el de las señas, pueden ser verbena o envío al infierno. Desprecio absoluto, desdén, burla vulgarsísima o amor entregado. Las señas abrazan o son proyectiles que impactan directo en el corazón, matan sentimientos o encienden voluntades. No obedecer una seña es una afrenta, hasta puede convertirse en un acto mayor de valentía a sabiendas de que las cartas del destino están echadas. Una seña es muy fuerte porque nos recuerda que no estamo solos en el mundo, apaga o enciende. Verla siempre ubica


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