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Relojero |
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Editorial publicado en la Revista Telemundo el 23 de agosto 2019 |
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Cuando era un adolescente, me gustaba caminar por las calles del Centro Histórico de la ciudad. Me gustaba ver los aparadores de las tiendas, escuchar el sonido de las calles con la típica algarabía de los incansables vendedores que buscan al comprador con frases publicitarias que hasta hacen sonrojar. El ir y venir de la gente siempre ha sido seductor, solo verlo produce un sentimiento de vida único.
En medio del bullicio y del gentío, era de llamar la atención el trabajo del relojero que arreglaba las fabulosas máquinas del tiempo detrás del aparador, a la vista de todos. Trabajaba sobre una mesa muy pegada al cristal, las personas se detenían a verlo, él se mantenía siempre hiperconcentrado, absorto, enfocado al máximo en componer el reloj en turno. Para trabajar utilizaba la clásica lupa acompañada por la lámpara tipo minero que se coloca en la frente. Decenas de personas lo admiraban por segundos o minutos todos los días para observar la manera en que ejercía su oficio con total autoridad.
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Pasé muchas veces frente a la mesa de trabajo del relojero. Tanto me entusiasmaba verlo en ese aparador, concentrado al máximo, que un día volví a mi casa con un plan: debía encontrar un reloj descompuesto.
Busqué en el fondo de todos los cajones y en unas cajas viejas que conservo por alguna razón desconocida, en ese primer intento no tuve suerte de encontrar ese ansiado reloj descompuesto. Pensé en comprar uno en un bazar de pulgas, como se les dice a los tianguis de objetos antiguos, pero una razón me frenó: por intuición propia, seguí buscando en mi casa porque se me metió en la cabeza que el reloj descompuesto debía ser de la familia. Ese reloj se me convirtió en un mensaje. Una enseñanza que me susurraba algo al oído.
Debo decir que a nadie le comenté mi búsqueda del reloj descompuesto, y no lo hice porque no podía explicar una razón que causara interés. No quería recibir un comentario desalentador, de esos que tiran de un solo golpe las ilusiones grandes y las sencillas también.
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Una madrugada de insomnio me levanté y volví a buscar en una caja en la que guardaba recuerdos de mi papá, entonces se apareció luminoso frente a mí: era un reloj muy bonito y elegante perfectamente descompuesto. No pude dormir el resto de la noche. Me sentí feliz al comprobar que el reloj no funcionaba.
Temprano corrí con el relojero, nos saludamos. Le mostré mi reloj, lo tomó con sus manos de seda. Abrió la tapa y le echó un vistazo con su lupa, me dijo que hacía bien en arreglarlo. Que el mundo admira los relojes por muchas razones, una de ellas es que se parecen a nosotros, se parecen a la manera en que funciona una sociedad, un país. Me dijo: "para que funcione con precisión un reloj, considera que todas las piezas hacen funcionar la máquina, y todas son distintas. Un reloj camina porque todas sus piezas caminan, aunque cada una hace un trabajo diferente. La tarea del relojero es ajustar aquí y acá para que todo funcione".
Te diré algo, me dijo el relojero: "sé que la gente que me trae relojes descompuestos lo hace porque tiene una ilusión, y es que nace el desánimo cuando las personas se encuentran con un reloj descompuesto en su casa. Es triste verlo que no camine. Cuando veo llegar a la gente con un reloj descompuesto también veo cómo se dibuja la ilusión en sus rostros. Recuerda: lo que no funciona, amilana. Y más cuando se sabe que es algo muy nuestro lo que queda detenido y podría estar caminando" (JAF)
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