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Editorial publicado en la Revista Telemundo el 05 de octubre 2020 |
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Luego de un largo viaje que lo llevó a cruzar el Atlántico para llegar a uno de los aeropuertos con mayor tráfico del mundo, para desde ahí volar a Asia, después regresar a Europa y conectarse con un vuelo que lo llevó a Medio Oriente, en donde apenas estuvo unas horas, y desde ahí de nuevo subir a un avión de gran tamaño para hacer un vuelo largo a una de las ciudades más espectaculares del mundo (de espíritu surrealista, donde la vida es una especie de fantasía), decidió hacer una pausa y rentar una casa a las afueras de esa enorme metrópoli, en un pueblito cerca de lo que algunos lugareños llaman La Eterna Primavera, quería estar en soledad al menos tres meses con sus días y noches. Pensó que solo ahí podía estar solo, en donde nadie le conocía.
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Él sabía que su fama no era tanta, aún así se disfrazó: se puso bigote, sombrero y lentes oscuros, a sabiendas de que en realidad traer lentes oscuros no oculta demasiado la identidad. Rió a pierna suelta.
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Ya en la casa rentada, no pasaron más de treinta minutos cuando sonó su teléfono, le avisaban que debía volver a oriente y tres días más tarde subir a otro avión, tenía una siguiente cita en un café frente al Mar del Norte.
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Ignoró la llamada, no hizo caso. Abrió una botella de tequila, se sirvió una copa con un chorrito de limón y empezó a hablar con él mismo: imaginó un mundo quieto, con los aeropuertos vacíos, los aviones descansando, sin tráfico en las calles, los museos cerrados, las plazas comerciales por primera vez en años sin abrir; los domingos como eran antes, familiares, como todavía son en algunos lugares, como aquí (se dijo a sí mismo), en este pueblo en donde nada sucede y solo escucho ladrar los perros. El silencio aquí existe, los pájaros cantan, claro que eso suena raro. Aquí no hay bares abiertos, no hay restaurantes, no hay centros comerciales con grandes tiendas, no hay turistas, solo venden barbacoa a unos 200 metros al pie de la carretera, y eso sucede (según le dijeron) solo los domingos.
¿Y si me quedo aquí a vivir? (pensó), tengo tele, internet, aire puro, seguro a alguien conoceré pronto, el tequila avispa la telepatía.
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A las dos horas de haber llegado, tocaron el timbre de la casa rentada, era la vecina, le dio la bienvenida al pueblo. Quince minutos después tocaron de nuevo el timbre, el dueño de la tienda de abarrotes le mandó decir con uno de sus empleados: puedo enviarle comida y refrescos a domicilio. Le dejó un mensaje escrito de puño y letra en una tarjeta: aquí la vida se detiene un rato, aprenda a disfrutarla también así, entenderá el por qué le gusta tanto el ajetreo. Y por cierto, aquí los lentes oscuros no los necesita (J.A.F.)
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