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Vida |
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Editorial publicado en la Revista Telemundo el 19 de abril 2017 |
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Por José Antonio Fernández Fernández
Era muy temprano por la mañana, casi de madrugada, la ciudad de Washington quedaba atrás, los viajeros querían llegar a Atlantic City. En tiempos en los que no existían Google Maps ni Waze, había que guiarse por mapas grandes impresos que señalaban con líneas de colores las carreteras. Tomaron camino para entroncar con la autopista, la zona no tiene montañas, el relieve es casi plano.
Luego de algún tiempo de recorrido, iban por una carretera de doble carril, en ningún momento vieron alguna entrada a la autopista. La veían a lo lejos por momentos.
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Después de unos minutos más de recorrido y de sentirse maravillados por la solitaria carretera de dos carriles, decidieron seguir por ahí hasta en una de esas llegar a Atlantic City, la ciudad norteamericana de las apuestas que mira al Atlántico.
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Si hubieran seguido por la autopista, a alta velocidad, habrían viajado muy cómodos y todos (menos el conductor) dormido una siesta, al menos cabeceado. La autopista es aburrida, el paisaje recorrido siempre se siente lejano. Lo mejor de las autopistas es la conversación que se da entre los pasajeros del mismo auto.
Pero las carreteras de dos carriles, uno de ida y otro de vuelta, tienen otro sabor, muestran la humanidad del paisaje de cerca, casi de forma íntima. No solo son naturaleza. En ese camino estatal de vía libre (sin cuota de pago) que lleva a Atlantic City, se pueden observar buzones tras buzones colocados a la orilla de la carretera que pintados de todos los colores esperan (o esperaban) sentimentales cartas para los habitantes de ese larguísimo territorio.
El paisaje que vieron los viajeros a lo largo de todo el recorrido fue peliculesco, pocas casas y cientos de buzones, caminos de entrada constantes invitaban a detener el auto. Igual para conocer algún pueblo escondido y compartir un momento con sus habitantes o para comer cualquier cosa en una fonda o restaurante de los lugareños.
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Entonces fue que sucedió algo mágico: el deseo de llegar directo y sin molestias a Atlantic City, desapareció. El camino de esa sencilla carretera era tan enriquecedor, que la oportunidad de detenerse se había convertido en una nueva ruta de viaje. Cuando llegaron a Atlantic City se encontraron solo con ruinas, una ciudad que sufría una crisis propia desgarradora. Lo que había valido del viaje no solo era el haber llegado a Atlantic City, el mito hecho pedazos, sino todo lo que habían visto y sentido en esa hermosa carretera estatal de doble carril, de tránsito libre, en la que se respiraba libertad. Emoción. Vida.
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La moda es viajar directo, sin tropiezos y que todo funcione. Los aeropuertos inundan al mundo, los pueblos quedan aislados, las grandes ciudades concentran el dinero, el poder y el interés, la actividad y el futuro.
Esa carretera de doble carril que acercó a los viajeros con los lugareños, quizá sin cruzar palabra alguna, les hizo un recordatorio imposible de olvidar: la ruta directa no siempre es la más atractiva, aunque sirva para echar cabeceadas y llegar antes de tiempo, lo más pronto posible.
Esa ruta de los buzones con su belleza original que contenía una gran nostalgia, se dejaba ver y se acercó al alma sin mayor complicación. Cada buzón era un mundo, y en cada mundo hay imaginación y vidas que quieren conseguir sus sueños.
No encontrar la autopista más rápida para llegar pronto y sin vericuetos, permite conocer otros caminos, y llegar a otros lugares que a su vez llevan a otros lugares y a otros más. ¡Hay vida afuera de las autopistas!
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